El médico griego Hipócrates ya recetaba miel como parte necesaria en la dieta y los atletas que competían en los Juegos Olímpicos la tomaban con agua (hidromiel) para contrarrestar la fatiga por su aporte energético, pero el uso de la miel es mucho anterior, y hay pinturas rupestres de la Edad de Bronce que representan hombres armados con palos largos recolectando miel.
La composición de la miel varía en función de su origen, si es miel de valle o de montaña, y de las flores dominantes que hayan entrado en su elaboración.
Su composición básica es fructosa, glucosa, dextrina, sacarosa, agua aminoácidos esenciales, ácidos orgánicos, sales minerales y oligoelementos además de vitaminas de todo tipo y algunos enzimas digestivos, sustancias antibióticas y polen.
Además de dar energía de forma inmediata, como ya hemos comentado, favorece el crecimiento y fortifica el esqueleto, y ayuda a superar las infecciones respiratorias y en la digestión de otros alimentos.
Lo bueno de la miel es que asume las propiedades y características de la flor de la que provenga, así la de acacia es un buen calmante, y buena contra el estreñimiento, la miel de azahar es útil en los casos de insomnio. La miel de espino blanco sirve para los calambres y contracturas, y la de brezo, es fantástica para las personas con anemia, fatiga, y reuma. La de castaño mejora la circulación sanguínea. La de eucalipto para las vías respiratorias, la de pino es la mejor de las mieles para la expectoración bronquial. La miel de romero está recomendada para la insuficiencia hepática y en los desarreglos de la menstruación.
Ahora ya tienes algunas pistas a la hora de elegir un buen tarro de miel, fíjate en su color, que oscilará desde un ámbar claro a un castaño oscuro dependiendo de su procedencia.